Tratar de reprimir un pensamiento incrementa las posibilidades de que éste regrese
Las visiones parecen provenir de las «cañerías» de nuestro cerebro durante los peores momentos posibles, durante entrevistas laborales, una primera cita, una importante cena de trabajo. ¿Qué pasaría si empiezo una guerra de comida con los hors- d´oeuvre o me río del tartamudeo del anfitrión?
«Ese simple pensamiento es suficiente -escribió Edgar Allan Poe en El demonio de la perversidad , ensayo acerca de impulsos indeseados-. «El impulso progresa a un querer; el simple querer, a deseo; el deseo, a un anhelo incontrolable.»
Agrega: «No hay pasión en la naturaleza tan demoníacamente impaciente como la de aquel que, tiritando al borde del precipicio, considera la idea de la caída, o la del que medita sobre la pregunta: «¿Estoy enfermo?»».
En algunos pocos casos, la respuesta puede ser afirmativa. Pero la gran mayoría de las personas rara vez, si alguna, actúa a partir de estos impulsos. Y estas rudas fantasías de hecho reflejan la actividad de un cerebro sensible y socialmente normal, sostiene un trabajo publicado la semana última en la revista Science.
«Hay todo tipo de trampas en la vida social, dondequiera que miremos; no sólo errores, sino que los peores posibles errores vienen a la mente fácilmente -explica el autor del trabajo Daniel M. Wegner, psicólogo de la Universidad de Harvard-. Y el hecho de que venga a nuestras mentes lo peor, en ciertas circunstancias, puede incrementar las posibilidades de que pase.»
La exploración de impulsos perversos tiene una rica historia (¿podía ser de otra manera?), desde las historias de Poe hasta las del marqués de Sade a los deseos reprimidos de Freud y las observaciones de Darwin acerca de muchas de las acciones que se realizan «en directa oposición a nuestras voluntades conscientes».
En la última década, los psicólogos sociales han documentado cuán comunes son estos impulsos y cuándo aumenta la posibilidad de que alteren el comportamiento.
En un nivel básico, ser socialmente funcional significa controlar nuestros impulsos. El cerebro adulto gasta, sugieren algunos estudios, la misma cantidad de energía inhibiendo que actuando, y la salud mental se basa en inventar estrategias para ignorar o suprimir pensamientos muy turbadores, como el de la
propia muerte, por ejemplo. Estas estrategias son programas psicológicos generales, subconscientes o semiconscientes que usualmente se manejan con el piloto automático.
Los impulsos perversos parecen aparecer cuando las personas se concentran intensamente en evitar errores específicos o tabúes. La teoría es simple: para evitar insultar a un colega, el cerebro primero tiene que estar pensando en esto; la misma presencia del insulto catastrófico, a su vez incrementa las posibilidades de que lo digamos.
«Sabemos que lo que está en nuestras mentes puede influir en nuestros juicios y comportamientos simplemente por estar ahí, flotando en la superficie de la consciencia», opina Jamie Arndt, psicólogo de la Universidad de Missouri.
La evidencia empírica de esta influencia se ha reunido durante los años recientes, como el doctor Wegner documentó en su nuevo trabajo. En el laboratorio, los psicólogos tienen personas que tratan de desterrar un pensamiento de su mente y encuentran que éste vuelve, alrededor de una vez por minuto. De igual
manera, a las personas que tratan de no pensar en cierta palabra se les escapa durante un test rápido de asociación de palabras.
Incluso los «errores irónicos», como los llama Wegner, son muy fáciles de evocar en el mundo real. Hay estudios que muestran que los golfistas que saben que deben evitar errores específicos los hacen más cuando están bajo presión.
Los esfuerzos por ser políticamente correctos pueden ser particularmente traicioneros. En un estudio de investigadores de las universidades Northwestern y Lehigh, 73 estudiantes leían una historieta sobre un compañero ficticio, Donald, un hombre negro, en la que se lo describía de manera ambigua. Después,
tenía que responder preguntas acerca del personaje. Un grupo trataba de evitar caer en estereotipos y el otro no se controlaba.
El estudio proveyó «una demostración de que la supresión de estereotipos hace que estos se vuelvan hiperaccesibles», concluyeron los autores.
El riesgo de decir o hacer algo que no queremos depende del estrés que experimentamos, según Wegner. Al concentrarnos intensamente en no mirar fijo un lunar prominente de un nuevo conocido, al tratar de seguir una conversación, aumenta el riesgo de decir: «Leímos sobre el lunar -es decir, sobre la Luna. ¡Luna!»
«Hay cierto alivio en que pase lo peor, para no tener que seguir preocupándonos más», explica Wegner.
Algo que puede ser difícil de explicar, claro, si uno acaba de arruinar la fiesta.