Filósofo de discurso compulsivo y belicoso, Slavoj Žižek es el director internacional del Instituto Birkbeck para las Humanidades (Birkbeck College, Londres). Miembro fundador de la escuela lacaniana de Eslovenia, su compromiso político lo llevó a presentarse como candidato a las elecciones presidenciales de su país en 1990. Respecto a su obra podría decirse aquello de “quien no lee a Žižek, no sabe lo que se pierde”: no solo porque su reflexión filosófica posee una gran inmediatez política, sino también porque combina la interrogación filosófica y eso que, tradicionalmente, nunca ha aceptado la (santa) academia de los filósofos: la cultura popular. “Había un obrero del que sospechaban que robaba: cada día al anochecer, cuando salía de la fábrica, los vigilantes inspeccionaban la carreta que llevaba, pero no encontraban nada. Siempre la llevaba vacía. Finamente, se dieron cuenta: lo que robaba el obrero eran precisamente las carretas”. Con esta historia graciosa, sutil y profunda, empieza uno de los últimos libros de Slavoj Žižek, de título nada cómico: Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales (Paidós, 2009). Como ya es habitual en su inmensa bibliografía, el pensador esloveno vuelve a descubrir las trampas, las inercias y los esquematismos del pensamiento que impera en nuestras sociedades. La tarea de Žižek consiste, pues, en identificar y revelar aquello encubierto que determina y define nuestras convicciones: la ideología. ¿Cómo no ver entonces que a menudo criticamos y queremos castigar los brotes de violencia subjetiva que nos muestran a diario los medios de comunicación –para nada inocentes–, mientras no nos preocupamos por identificar otras violencias más invisibles pero más profundas: la violencia del sistema capitalista? Escuchar a Žižek, leer su obra, desestabiliza las convicciones más íntimas y que creíamos naturales. Su pensamiento materializa aquel verso de Virgilio, citado por Freud al principio de La interpretación de los sueños: “Acheronta movebo” (moveré las regiones infernales). Así es como, con Žižek, la filosofía activa su esencia revolucionaria.
Usted es un filósofo muy solicitado: le invitan a coloquios, le piden entrevistas y se han hecho varias películas con y sobre usted que pueden encontrarse en internet. La asistencia a la conferencia que impartió en Barcelona durante las “Jornadas filosóficas: ¿Qué se ha hecho de la verdad? ¿Qué se ha hecho de la revolución?” fueron impresionantes para un filósofo con referentes tan eruditos como Hegel, Marx o Lacan. ¿Cómo afronta este “éxito mediático”?
La respuesta puede parecer un poco narcisista, pero pienso que es una manera de librarse de mí. El discurso que acompaña normalmente a los medios que hablan de mí es: “Žižek es divertido y provocador”. Y entonces, entre paréntesis, suelen afirmar: “No se lo tome muy en serio”. Se me puede lanzar una objeción obvia: “Sí, pero usted participa y juega con el éxito mediático”. Es verdad, pero quizá me cansaré de todo esto. La razón por la que represento este papel de payaso coincide con lo que he afirmado en relación con el Holocausto y la comedia: la verdad duele. Y cuando la verdad hiere realmente, solo puede presentarse como una comedia.
Siempre me ha parecido una farsa la posición trágica de los filósofos y moralistas que afirman: “La humanidad atraviesa un momento de intensa crisis, tenemos que hacer reflexiones profundas, tenemos que…” Parece que lo hagan para esconder el buen nivel de vida del que gozan. Esto ya me irritaba cuando era joven y, especialmente, en el caso de la Escuela de Frankfurt: la posición acomodada del extremo criticismo. Podría decirse que criticaban el triunfo de la razón utilitaria, un mundo completamente administrado, regulado de manera totalmente tecnocrática; una situación que conduce a la humanidad a una especie de nivel cero, de alienación total, sin creatividad, y que se convierte así en una sociedad completamente manipulada. Esta situación se encarnaba en los estados occidentales desarrollados. Ahora bien, la paradoja que se establece –como mínimo en Horkheimer y Adorno– es que, cuando se criticaba la práctica política de las democracias occidentales, ¡ellos la defendían! Parece que se daban cuenta, en un sentido más irónico de lo que hubieran querido, de la validez del viejo y célebre motto de Winston Churchill: “La democracia es el peor de los sistemas políticos, exceptuando todos los otros sistemas”. Nuestras sociedades son tecnocráticas, administradas, pero las otras son peores. Por eso, enmascarar el confort del que goza mediante una imagen oscura del mundo, resultaba una posición cómoda, propia del gran filósofo que quiere hacer carrera.
Respecto a la posición y la figura del filósofo, usted sustituye entonces el pesimismo y el confort por la comedia
La situación actual es una gran mierda y, precisamente por eso, hay que jugar con la comedia. Insisto: cuando las cosas van muy mal, solo puedes recurrir a la risa. Evidentemente se trata de una risa medio vacía, medio enloquecida.
Abordemos ahora las nociones precisas de verdad y revolución que centraron sus intervenciones en Barcelona
Para mí, la verdad y la revolución van juntas. En esto sigo a Badiou, Lacan y a otros: en toda sociedad hay un elemento excesivo. Como diría Alain Badiou, es un elemento del conjunto que, al mismo tiempo, no está integrado en ninguna parte del todo; un elemento vacío como por ejemplo el rebelde o el excluido, que integran la sociedad sin formar parte de ella u ocupar un lugar concreto. Esto es lo que Badiou llama el “vacío de la situación”, el “punto sintomático”. Y solo desde ese “punto” se puede decir la verdad. Hay que insistir en ello: la verdad no es un punto intermedio, neutral, desde el que se puede ser justo con todos.
Tomemos por ejemplo la Alemania de los años 30. En esa época, el biógrafo de Freud, Ernest Jones, tuvo una reacción muy interesante ante el ascenso del nazismo al poder. Dijo que era una lucha extrema, en la cual tenían que introducirse para encontrar una situación intermedia entre todos los partidos. El resultado fue desastroso y constituye uno de los secretos más oscuros del psicoanálisis. Entre 1935 y 1936 propuso negociar una especie de cohabitación con los nazis. El pacto era horrible, pero lo aceptó. Se podría continuar practicando el psicoanálisis, pero bajo una serie de condiciones: por una parte, todos los judíos quedaban excluidos y, por otra, le cambiarían el nombre, de modo que pasaría a llamarse “acercamiento dinámico”. Durante los años 43 y 44, este grupo hizo el primer análisis freudiano de los efectos psicológicos de los bombardeos sobre las ciudades alemanas. Cuando aceptas este tipo de pactos estás perdido. La cuestión, para volver a la idea de la verdad y la exclusión, es que los judíos, precisamente en tanto que excluidos, eran el momento de verdad.
Respecto al tema de la verdad y su fuerza revolucionaria se puede establecer una cierta tipología. Por un lado encontramos posiciones que destacan su componente revolucionario, según la perspectiva de Gramsci, y la necesidad, por tanto, de decir la verdad con todas sus consecuencias; por otro, ciertas posiciones que destacan la relación entre la verdad eterna y la verdad encarnada en un momento preciso. ¿Dónde se sitúa la verdad eterna de la que usted habla? ¿Cuál es su relación con las diferentes realizaciones concretas, empíricas?
Aquí estamos tocando la cuestión del historicismo absolutamente radical. No se trata de afirmar que la eternidad de la verdad siempre estará presente y será igual a sí misma. No. Se trata más bien de aceptar que cada época histórica concreta propone su propia eternidad. La eternidad es una categoría histórica muy importante. En este sentido, T. S. Elliot afirmaba que toda obra de arte cambia el pasado, reestructura la eternidad. Y podemos dar otro ejemplo muy esclarecedor, extraído de la teología, que me comentó mi amigo Fredric Jameson y que es muy importante y muy útil para el marxismo: el concepto de predestinación. Intentemos explicarlo. Por una parte, el capitalismo parece ser el sistema más dinámico de la historia de la humanidad: siempre hay que trabajar más y progresar. Por otra parte encontramos la tradición católica, que afirma que la salvación depende del trabajo, en oposición al protestantismo, que sostiene que la salvación o la condena están predestinadas. Si aceptáramos esta predestinación tendríamos la tentación de quedarnos sentados todo el día y masturbarnos mirando películas pornográficas (¡oh…!, disculpad este ejemplo tan grosero pero, irónicamente, diría que lo doy para que todo sea más comprensible… [risas]). Paradójicamente, lo que hacemos es lo contrario: cuando aceptamos esta predestinación, trabajamos todavía más.
¿Podría matizar esta paradoja entre la predestinación de la salvación y los méritos que puede hacer el ser humano, y qué relación precisa tienen estas teorías con la verdad eterna y la contingencia?
Los protestantes están atentos a los signos. Parten del hecho de que no se puede cambiar el destino. Ahora bien, si trabajas mucho y acabas haciéndote rico, eso indica, según la teoría del capitalismo protestante, que estás entre los elegidos. Es decir, trabajando como un jabato no cambiarás tu destino, pero sí que puedes llegar a descubrir un signo que te indicará, de alguna manera, que estás salvado. Aquí encontramos un caso claro de ideología: estás creando tu destino retroactivamente. Sin embargo, los protestantes no quieren admitir este punto: es la misma idea de T. S. Elliot que comentábamos sobre la retroactividad, sobre el hecho de cambiar retroactivamente el pasado.
Pero demos otro ejemplo para hacerlo más comprensible, esta vez con Hegel. Le Monde publicó una afirmación muy interesante respecto al político francés Édouard Balladur, que se había presentado al proceso preelectoral de candidatos del partido para optar a la presidencia: “Si Monsieur Balladur acaba ganando estas elecciones previas el próximo domingo, su victoria habrá sido necesaria”. Es la misma idea que apuntábamos: un acontecimiento contingente acaba creando, retroactivamente, su propia necesidad.
Lo mismo sucede con el amor: cuando estás apasionadamente enamorado piensas que, aun sabiendo que es algo contingente, toda tu vida has estado esperando a aquella persona. Esto es lo más impresionante en Hegel: no es una versión vulgarizada del evolucionismo que afirma que todo se desarrolla a través de una necesidad conceptual. La necesidad hegeliana es precisamente retroactiva: cuando las cosas se desarrollan, crean retroactivamente su propia necesidad, idea que también se encuentra en la ética kantiana y que justifica la grandeza del idealismo alemán: no somos completamente libres, porque siempre estamos condicionados. Ahora bien, podemos seleccionar qué causas nos condicionan. Es importante poder pensar la necesidad y la contingencia de forma conjunta.
En su primera obra, El sublime objeto de la ideología [traducción castellana en Siglo XXI, 1992], ya encontramos esta misma estructura temporal de la “retroactividad” asociada al psicoanálisis
Sí, puede encontrarse en el psicoanálisis y, más precisamente, en la noción de “síntoma”. El síntoma es contingente, por ejemplo, un lapsus linguae. Pero esta contingencia viene del futuro. Para decirlo en pocas palabras: los síntomas crean lo mismo de lo que son síntomas. Lacan lo explica diciendo que lo reprimido y el retorno de lo reprimido son lo mismo. Así pues, el inconsciente no es una región profunda que, de vez en cuando, emerge a la superficie. Por eso son fundamentales las posiciones de Hegel o Lacan según las cuales el orden simbólico y la actividad política son procesos abiertos que crean, retroactivamente, su propia necesidad y que son contingentes.Permitidme añadir algo más. El gran escritor Heinrich von Kleist escribió un fragmento muy interesante sobre el funcionamiento del lenguaje (no me acuerdo ahora del nombre, pero ya lo encontraréis en internet… 1). Es de una contemporaneidad increíble. Kleist intenta demostrar que, cuando quieres decir algo profundo, a veces te sale una banalidad, de la cual acaba saliendo luego, de repente, un pensamiento profundo. En resumen: un pensamiento profundo siempre se genera mediante cierto tipo de contingencia. El lenguaje aparece así como una entidad semántica abierta… En este sentido, Hegel es el pensador más importante de la contingencia, porque no solo teorizó su necesidad sino también –y esto es aún más difícil– la contingencia de la necesidad. La necesidad misma emerge siempre de una manera contingente.
Entonces, la verdad…
Sí, sí, la verdad eterna es contingente.
En relación con la verdad y el fundamento de la lucha revolucionaria, se podrían establecer tres posiciones para explicar el origen del vacío, de la fuerza, de ese deseo que se opone al orden imperante. La primera consistiría en identificar una dimensión de la vida humana que quedaría intacta, no sometida a la alienación capitalista: el ser en común, un mundo común, una actividad no alienada.
Sí, ya lo entiendo y no lo comparto. Me parece socialismo preburgués soft.
La segunda posición consideraría que el deseo revolucionario nace del principio mismo que estructura el capitalismo en los ámbitos jurídico y político: el principio de igualdad y libertad. El concepto de “revolución” solo tendría sentido en el marco histórico del capitalismo. Sería el nombre del proceso de realización absoluta de la estructura jurídico-política del capitalismo mismo, realización a la que el capitalismo no puede responder sin contradicción. Así pues, su realización solo podría significar su superación.
Esta posición ya me parece más adecuada…
Y la tercera posición para explicar el origen del vacío, de la fuerza o del deseo que se opone al capitalismo, postularía que disponemos de una idea comunista eterna, quizá todavía no totalmente construida en todos sus aspectos, pero disponible como exigencia transhistórica… La cuestión que permanece abierta es entonces: ¿de dónde sale materialmente esta idea eterna, de luchas antiguas? ¿Dónde se sitúa su pensamiento respecto a estas tres posiciones?
La tercera posición es la más adecuada. Pero, antes de nada, maticemos. Cuando hablo de eternidad, hay que especificar lo que significa. En mi posición, la eternidad verdadera no está separada del desorden del mundo. En este punto casi he conseguido convencer a Alain Badiou: la eternidad verdadera es lo que Hegel tenía en mente cuando hablaba de la universalidad concreta. Es lo que, para mantenerse vivo, tiene que ser reinventado en cada situación histórica determinada. La eternidad no es, pues, algo que ya esté hecho. La cosa tiene lugar y, solo si se repite una y otra vez, se vuelve eterna.
Tomemos a Shakespeare de ejemplo. ¿Por qué es el poeta más grande, por así decir? La respuesta historicista dice que Shakespeare encajó muy bien en la época elisabetiana, pero, en cambio, en la época de la razón, con Racine y Corneille, quedó en segundo término. Todavía no estaba claro si era realmente uno de los grandes, si sería eterno, y casi cayó en el olvido. Sin embargo, a finales del siglo XVIII, con el inicio del Romanticismo, fue reinventado. En ese momento se reinventó un Shakespeare romántico, y más adelante se reinventaría un Shakespeare de la modernidad. Así pues, mi tesis paradójica es esta: como marxista estoy en contra de una vulgar reducción historicista, en el sentido de que todo tendría que reducirse al contexto. Marx mismo, en Elementos fundamentales para la crítica de la economía política, ya afirmaba que esto era erróneo y decía que es muy fácil reducir a Homero a su contexto, pero que no es ese el problema 2. La cuestión es, pues, la eternidad: ¿cómo es posible sobrevivir a la propia descontextualización? La eternidad se engendra de alguna manera gracias a la repetición histórica.
Podría entonces hablarse de una noción que ha conseguido cierta importancia en el ámbito de las neurociencias y que ha sido retomada por la filósofa francesa Catherine Malabou a partir, precisamente, de una reinterpretación de Hegel. Me refiero a la noción de plasticidad. ¿Podríamos decir que la eternidad es plástica, que depende de la capacidad de configurarse y de cambiar constantemente y que no es más que una identidad (no positiva) en ese proceso de cambio?
No querría suscribir demasiado rápidamente el término “plasticidad”, porque hay ciertas diferencias muy precisas entre el pensamiento de Catherine Malabou y el mío. Aunque ella no lo hace, mucha gente sí que se equivoca cuando habla de la plasticidad y olvida el punto esencial. La plasticidad no se entiende solo como la “cualidad de poder cambiar” de una cosa, sino que se trata de una “plasticidad reflexiva”. Malabou lo dice con mucha claridad en su libro sobre Hegel 3: el modo mismo en que las cosas cambian puede cambiar. La plasticidad se tiene que entender, pues, como una capacidad de cambiar a un segundo nivel. Eso es lo que llamo “cambiar la eternidad”. Un día comí con ella en París y afirmó precisamente esto que digo ahora: que la plasticidad verdadera consiste en incluir en ella la eternidad.
Volvamos a la necesidad del vacío, del deseo de oposición al sistema capitalista… ¿Cómo es que existe este vacío?
Aquí hay que darle la vuelta a la pregunta: el análisis de un orden jerárquico demuestra que todo orden jerárquico es imposible en sí mismo. Siempre es inestable. La fuente última del comunismo sería, por tanto, esta autocontradicción, última e inconsistente, de toda jerarquía.
Otros críticos y lectores han advertido la importancia de la repetición en sus textos, así como el uso de chistes y las referencias a la cultura popular. Habría que destacar también el papel de la asociación. Esto, por un lado, lo libera del academicismo de la escritura filosófica clásica y, por otro, sitúa sus textos entre diferentes disciplinas: no solo la filosofía o la filosofía política, sino también la sociología crítica o el psicoanálisis. Querríamos preguntarle si esta “economía de la asociación” establece, para usted, un vínculo entre la escritura filosófica y el psicoanálisis y, después, si el hecho de moverse entre diferentes disciplinas es la manera de captar adecuadamente la ideología, que es transdisciplinaria.
Sí, en este aspecto tengo un modelo muy amplio. Ciertos estudiosos también le critican esto mismo a Hegel…
Atención, ni el uso de la asociación, ni la adisciplinariedad de la escritura filosófica son para nosotros criticables. Al contrario, solo estamos apuntando este aspecto para un análisis lingüístico de sus textos.
Sí, ya lo sé… de acuerdo. Pero, de todas maneras, muchos estudiosos critican esto mismo en la escritura de Hegel: esta mezcla interdisciplinaria o estos saltos de un tema a otro. Estoy de acuerdo con vuestro análisis, pero me gustaría enfatizar lo contrario, es decir, que el estilo asociativo de mis textos sirve para contrarrestar cierta monotonía de mi trabajo, porque siempre estoy, de hecho, luchando contra los mismos problemas. Digo esto, digo aquello, salto y a menudo vuelvo atrás… Además, mi a priori trascendental sería: no se puede alcanzar la verdad al primer intento, ni tampoco se puede esperar a tenerlo todo bien claro y ordenado en la cabeza para ponerlo después por escrito. O como muy bien dijo Hegel: el camino de la verdad forma parte de la verdad misma. Solo a través de la repetición surge la verdad. Esto es fundamental. Cuando me dicen que haga menos asociaciones y que vaya directo a la cuestión, respondo que, precisamente, no se puede ir de manera “directa”.
Insisto en que no es interdisciplinario lo que hago, sino más bien adisciplinario, aunque debe afirmarse que mis análisis acaban, a fin de cuentas, sirviendo a la filosofía. Y habría que ver si la filosofía no es, como tal, adisciplinaria.
Nos gustaría preguntarle sobre uno de sus últimos libros: Sobre la violencia. Seis reflexiones marginales (Paidós, 2009), donde aborda un tema fundamental en nuestras sociedades y distingue entre la violencia objetiva (o sistémica) y la violencia subjetiva por un lado; y entre la violencia mítica y la violencia divina por otro lado. Son distinciones que también aparecen en su texto “De la democracia a la violencia divina”, publicado en el libro colectivo Democracia en suspenso (Casus Belli, 2010).
Ahora interpretaré el papel de estalinista: “Será interrogado por el KGB porque ha mencionado la violencia subjetiva y la objetiva, y no la violencia simbólica. Es una desviación grave que debe examinarse…” [risas]. Pero, bien, intentaré responder. Parece que el libro Sobre la violencia se ha leído como si yo celebrara, de forma secreta, la violencia. Y sí, en cierto sentido, este libro intenta rehabilitar la violencia, porque nuestra cultura posmoderna soft es, de una manera falsa, extremadamente sensible ante ella. Y es más, de igual modo que es tan sensible frente a la violencia, hay que afirmar que también es violenta en ella misma, excluyente. ¿Qué quiero decir con esto? ¡Pues id a los EEUU y lo veréis! Europa también se está volviendo cada vez más sensible en este aspecto. Por ejemplo: si miro a alguien directamente a los ojos, y yo soy un hombre y el otro es una mujer –o viceversa–, seré perseguido de inmediato por acoso visual o violación verbal (esto me ha pasado de verdad). El hecho es que percibimos toda proximidad excesiva del otro como violencia.
Ahora bien, para evitar cualquier malentendido: soy de las pocas personas que incluso están a favor de la pena de muerte. No tengo ningún problema en castigar el verdadero racismo, el sexismo o el acoso. Solo digo que tenemos que estar muy atentos para saber a qué somos sensibles, de qué tenemos miedo realmente cuando tememos la violencia.
Otro caso, relacionado con la experiencia de lo políticamente correcto, es que todo lo que el otro haga sea considerado como violencia. Eso corresponde al viejo tópico judeocristiano, al hecho de que tenemos miedo de la excesiva proximidad del otro. La cuestión del prójimo es muy importante para entender, por ejemplo, la categoría de “racismo”. Freud lo explicó muy bien, y Lacan, más tarde, aún mejor: el prójimo no es el semejante, el que es como nosotros y con el cual te puedes identificar o sentir empatía. El prójimo se hace presente cuando es radicalmente otro y ajeno. Por ejemplo, ¿cómo podría convertirme yo en tu prójimo? Imagina que nosotros somos amigos: sabes cómo soy, conoces mi personalidad, pero, ¿qué sucedería si, de repente, un buen día me ves haciendo algo malo que tú no harías nunca? Te crees que soy una buena persona, amable, y de repente ves que intento ponerle la zancadilla a un hombre ciego por la calle y hacerle caer. Entonces tú te preguntarías: ¿Conozco realmente a esta persona? Pues bien, en ese preciso momento yo me convertiría en tu prójimo: la proximidad excesiva de la alteridad radical.
Profundicemos más en esta cuestión y pongámosla en relación con ciertas polémicas actuales. ¿Cómo podríamos aplicar este análisis del prójimo a nuestras sociedades?
Tomemos el caso de Francia, y también de otros países, donde se quiere prohibir el uso del burka. Este tema hace referencia, precisamente, al problema del prójimo, del otro. Aquí encontramos dos elementos importantes. Por una parte, está la afirmación, que yo comparto, de los liberales occidentales, que dicen: “Me preocupo por la mujer que está oprimida”. Pero estos mismos liberales occidentales añaden algo más: “Cuando veo a una mujer tapada, me siento amenazado, atacado”. Por lo tanto, no solo estamos delante de la voluntad de proteger a la mujer, sino que esta situación también nos confronta con el propio miedo.
Todo esto es mitificador: dicen que taparse con un velo es una agresión del espacio público, de la comunidad, porque el ideal occidental es el de una sociedad cuyos miembros sean transparentes los unos para con los otros; por tanto, se considera que una persona tapada realiza un gesto de extrema agresividad. Pero hay algo más: un amigo me hizo descubrir un relato de Alphonse Allais, maravilloso escritor satírico francés que, a principios del siglo pasado, hizo una versión de la historia de Salomé y la danza de los siete velos. En este relato Herodes exige a Salomé que se quite un velo tras otro, hasta que se queda completamente desnuda. Pero Herodes le sigue pidiendo que se quite más velos, y entonces Salomé empieza a arrancarse la piel. Esto es lo que nos da miedo verdaderamente: cuando te encuentras a una mujer tapada con el burka, a quien solo puedes verle los ojos, te estás enfrentando al prójimo en su estado más puro.
¿Qué relación existe entonces entre la cuestión del prójimo y la tolerancia, noción muy de moda en cierto discurso occidental desde hace ya unos años y que usted ha analizado críticamente en su libro En defensa de la intolerancia (Sequitur, 2007)?
Lo que pasa es que tenemos problemas con la alteridad radical del otro, del prójimo. Y en el discurso políticamente correcto se esconde una extrema violencia… Este hecho se relaciona con la tolerancia, que actualmente significa su contrario. En los países occidentales desarrollados la tolerancia quiere decir no acoso, no agresión. Lo cual significa: “No tolero tu excesiva proximidad, quiero que mantengas la distancia adecuada”.
Esto me recuerda una explicación cómica que utilizo a menudo. Ya sabéis qué tipo de productos tenemos actualmente en el mercado: la cosa sin su cualidad perjudicial –la cerveza sin alcohol, el café sin cafeína, incluso el sexo sin sexo, el sexo que llamamos “sexo seguro”. Yo propongo una manera completamente segura de practicar el “sexo seguro” (me parece que en California ya lo han patentado): se trata de un condón total, como un impermeable en el que metes todo el cuerpo y estás completamente cubierto, protegido y bien seguro… [risas].
Javier Bassas Vila / Felip Martí-Jufresa | Barcelona Metropolis