Las neurociencias comienzan a dar respuestas a preguntas como por qué lloramos, ayudamos a otros o tenemos gestos altruistas
En La naranja mecánica, de Stanley Kubrick, un grupo de jóvenes deambula por la ciudad moliendo a palos a sus víctimas. La escena de ficción, oscura parábola que en 1971 se acercaba a la escalofriante violencia de ciertos hechos de la actualidad, sólo parecía justificable por la imaginación del novelista que diseñó esa trama: Anthony Burgess. Sin embargo, hace un par de años, el neurobiólogo francés Jean Decety descubrió que si les mostraba a adolescentes con problemas de conducta videos de personas golpeadas, se les activaban los circuitos cerebrales de la empatía, pero también los centros del placer…
La agresividad, la empatía, la preocupación por los demás, el altruismo, la ética y la moral son engranajes centrales de la vida de nuestras sociedades. En los últimos años las neurociencias han empezado a desentrañar estos complejos procesos cognitivos que nos vinculan con nuestra familia y nuestros descendientes, y a la sociedad en su conjunto. Algunos de los más destacados protagonistas de esta verdadera «revolución del cerebro» estuvieron días atrás en Buenos Aires en el Simposio Internacional de Neurociencias Cognitivas y Neuropsiquiatría, organizado por el Instituto de Neurociencias Cognitivas (Ineco).
«La cognición social procura entender y explicar cómo los pensamientos, las sensaciones y el comportamiento del individuo se ven influidos por la presencia real o imaginaria de otros -explica Facundo Manes, director de Ineco y del Centro de Neurociencias de la Fundación Favaloro-. Los trabajos realizados en este ámbito son diversos e incluyen paradigmas diferentes; por ejemplo, el reconocimiento de expresiones faciales y el procesamiento de emociones. La teoría de la mente es la capacidad humana de darse cuenta de que otras personas tienen deseos y creencias diferentes de las nuestras y que su comportamiento puede ser explicado en función de ellos. Esta capacidad de reconocer la naturaleza de nuestras creencias y la de los demás es vital para la vida en sociedad y para la transmisión de la cultura.»
Según explica Manes, los sustratos neurales que subyacen a estos procesos son poco conocidos, pero las investigaciones están empezando a descubrirlos. Ninguno se asienta en una estructura única, sino en varias áreas del cerebro que actúan integrada y alternadamente. Algo de eso ocurre en la gestación de una conducta moral. «No hay regiones de la mente dedicadas a la moral -dice Jorge Moll, del Centro para las Neurociencias LABS-D´Or, de Río de Janeiro-. Para cualquier proceso cognitivo se necesita la orquestación de diferentes tipos de conocimiento que trabajan juntos. ¿Cómo emerge el cerebro moral de la interacción entre factores culturales y biológicos? Aunque todavía está en su infancia en este tema, la neurociencia cognitiva tiene algunas respuestas.
Por ejemplo, hay estudios que muestran que pacientes que exhiben daño focalizado en un área del córtex prefrontal tienen déficits en los comportamientos de orgullo, vergüenza y arrepentimiento, y otros que están asociados con dificultades para atribuir intencionalidad.
«Mostramos en personas sanas que las decisiones altruistas, tales como donar dinero a la caridad, activan en nosotros los mismos circuitos cerebrales que ganar dinero -dice Moll-. Es más: detectamos que existe una región específica del cerebro para las donaciones, lo que sugiere que donar dinero, pero no ganarlo para nosotros mismos, está vinculado con las respuestas de cohesión social.»
El primer escalón para el comportamiento moral es la empatía. «La chispa de la consideración por los demás», define Jean Decety, editor en jefe del Journal of Social Neuroscience y director del Laboratorio de Neurociencia Cognitiva Social de la Universidad de Chicago. Y agrega: «¿Por qué es tan importante? Porque se la considera la argamasa de la cohesión social, y hay una asociación entre empatía y moral. La experiencia de la empatía nos llea a comportarnos de forma moral. Pero aunque frecuentemente la gente piensa que tener mucha empatía es algo bueno, yo digo que tiene que ser regulada, porque puede agotar nuestros recursos emocionales.»
La empatía es la habilidad natural de compartir y apreciar los sentimientos de otros. Es una condición necesaria, pero no suficiente para la compasión. «La primera está centrada en el propio individuo; la segunda está centrada en el otro», dice Decety. Según esta definición, la empatía es neutral; es buena, pero también puede conducir a la crueldad.
Tanto la moral como la empatía son producto de la evolución; las compartimos con casi todos los mamíferos y surgen muy pronto en la vida. A las 18 horas de nacer, si un bebe llora en la nursery, los demás se ponen a llorar. Esa resonancia emocional es innata y abre el camino a la empatía y la moral.
Para desmontar sus componentes, Decety la estudia a partir de la red social del dolor. «¿Por qué lloramos? -se pregunta-. ¿Por qué tenemos que expresar dolor? El dolor es un mecanismo homeostático para mantener el cuerpo en buen estado. Pero a través de la selección natural, el sistema del dolor respalda y motiva la capacidad de cohesión social. Si uno quiere a alguien, se siente mal cuando esa persona sufre.»
Decety descubrió que la empatía no siempre nos mueve a actuar, sino que al ver a personas en una situación que les produce dolor, se activan circuitos cerebrales vinculados con el peligro, y la primera reacción es de evitación. Para trabajar con eso diariamente, como les sucede a los médicos, es necesario regular la empatía, y el investigador pudo probar que en ellos bastan estímulos de 2,2 segundos para que se active una región del córtex prefrontal que regula la emoción en la ínsula y la amígdala.
Debido a la plasticidad de nuestro cerebro, tanto nuestro sentido de la empatía como de la moral pueden modificarse frente a las experiencias tempranas, la cultura y la educación. «Los circuitos son innatos, pero también responden a la experiencia personal», afirma Josef Parvizi, de la Universidad de Stanford.
«El abuso social y el abandono pueden alterar las conexiones cerebrales de un niño -dice Moll-. Donde un chico que fue bien cuidado podría mostrar generosidad, otro puede tener sus circuitos guiados por la supervivencia, el dominio. Si uno abandona a los niños en ambientes de violencia, ¿qué obtiene después de 15 años? Un cerebro cableado para la violencia. Esto acrecienta la responsabilidad de la sociedad.»
«Por la evolución tenemos sistemas en el cerebro desde el nacimiento que buscan las interacciones sociales -concluye Decety-. Nosotros tratamos de entender por qué nos preocupan los demás, por qué a veces la empatía no funciona o hay problemas entre grupos. Somos todos de la misma especie y no hay forma en que podamos sobrevivir sin los demás.»
Tomar la decisión correcta
Antonio Damasio y Antoine Bechara observaron que pacientes con daño en su córtex prefrontal pueden detectar las implicancias de una situación social, pero no tomar decisiones apropiadas. «Mostramos que individuos normales desarrollan respuestas galvánicas, de piel, cuando contemplan una decisión arriesgada, y comienzan a elegir ventajosamente antes de ser conscientes de la mejor estrategia, pero pacientes con daño en el córtex prefrontal se comportan como si fueran insensibles a las consecuencias futuras; se guían por la recompensa inmediata -dijo Bechara-. Este mecanismo podría vincularse con las adicciones.»
Nora Bär | La Nación