Cuando se pronuncian con claridad, los sonidos «da» y «ba» son fáciles de distinguir. Sin embargo, si reproduce el fragmento de una película en que se escucha «da» mientras la imagen en la pantalla muestra una boca diciendo «ba», el público dirá que escuchó «ba».
Si se le pide a la gente que cuente las veces que parpadea una luz, al tiempo que la luz titila siete veces acompañada por una secuencia de ocho tonos de bip, las personas dirán que vieron ocho flashes de luz.
Cuando el cerebro recibe una información contradictoria, éste decide en qué sentido confiar. En el primer caso, la vista llevó las de ganar. Sin embargo, en cuestiones que exigen un análisis temporal y diferenciar sonidos similares en una secuencia, el cerebro se apoya en el oído reflexivamente.
Al escuchar una serie de clics a 20 pulsaciones por segundo, uno puede saber que éstos son sonidos separados en lugar de un solo tono continuo.
Ahora, los científicos sospechan que el origen del lenguaje humano se debe tanto a mejoras en el oído de los primeros homínidos, como a estímulos más familiares como un tracto vocal cambiante o, incluso, un cerebro generalmente en expansión.
En un reciente análisis molecular, John Hawks, de la Universidad de Wisconsin, reportó que ocho genes involucrados en darle forma al oído humano parecían haber experimentado cambios considerables en los últimos 40 mil años; algunos de ellos corresponden a los inicios del Imperio romano. Sólo con una infraestructura auditiva altamente refinada podrían nuestros ancestros haber percibido el tipo de fluctuaciones diminutas en las ondas de presión que caracterizan toda el habla humana.
Además, la avidez con la que nuestro sentido auditivo busca organizar el ruido ambiental para convertirlo en un patrón acústico significativo podría ayudar a explicar nuestra cualidad musical distintivamente humana.
Todas las culturas estudiadas crean música, y los bebés nacen amando la música; sin embargo, la música no tranquiliza a las bestias no humanas. Evidencia reciente sugiere que muchos mamíferos, como los perros, gatos, roedores y monos son indiferentes a la música. En un estudió con monos tamarinos cabeza de algodón y tití comunes, Josh McDermott, del Centro de Ciencias Neurales de la Universidad de Nueva York, descubrió que pese a que los primates mostraban algunas señales de preferir música a un ritmo más lento en lugar de canciones más animadas, preferían él silencio.
Nuestro sistema auditivo es una magnífica pieza de ingeniería. Shihab Shamma, de la Universidad de Maryland, argumenta que el cerebro interpreta señales visuales y auditivas utilizando muchos trucos similares. Por ejemplo, busca los bordes y la geometría total de la señal.
«Lo que distingue a una vocal de otra es la forma de la onda que entra al oído», explicó Shamma. «Esto sería análogo a lo que distingue a un cuadrado de un círculo».
A diferencia de los ojos, por supuesto, los oídos no están limitados a estímulos sensoriales frente a la cara.
«Debido a que las señales auditivas se propagan entre los objetos», manifestó Shamma, «son sumamente importantes para poder comunicarse en un ambiente desordenado».
Así una madre humana a su hija perdida al tratar de escuchar el llanto revelador. Si los oídos son los ojos en nuestra nuca, tal vez sea mejor que estos ojos nunca parpadeen.