El otro día, escuchaba a Jonathan Schwartz, conductor de un programa de radio estadounidense, quien comentaba que, en la actualidad, se cree que la adolescencia termina alrededor de los 32 años.
La radio toma en consideración los cortos lapsos de atención humanos, al permitir que el auditor se enfoque y se distraiga, sin requerir ni demasiada ni muy poca concentración. Mis pensamientos errantes fueron interrumpidos repentinamente por el comentario de Schwartz sobre la prolongación de la adolescencia hasta la cuarta década de la vida.
Generalmente se cree que la adolescencia, fase entre la niñez y la edad adulta, durante la cual los jóvenes que pasan por la pubertad y descubren la sexualidad exhiben una extraña capacidad para dormir y volver locos a sus padres, empieza alrededor de los once años y termina aproximadamente a los 18. Pero al observar a mis propios hijos, con frecuencia he tenido mis dudas acerca de esa definición, y por eso fue que el comentario de Schwartz me llamó la atención.
Yo he desarrollado algo que llamo la «Curva de inversión sofisticación-madurez». Le di un nombre rebuscado con la esperanza de que termine por aparecer en alguna revista científica, pero la esencia de la teoría es sencilla: entre más sofisticado sea un joven, menos maduro puede ser en realidad.
Los adolescentes de hoy son mucho más sofisticados que cualquier generación anterior. Yo no supe qué era el sushi hasta que tenía 25 años. Los adolescentes conocen la cocina global, abordan problemas globales al volverse ecológicos (al menos cuando recuerdan apagar las luces), comprenden el derecho humanitarío global (al menos respecto a cuáles castigos pueden infligir sus padres) y están familiarizados con todas las marcas globales.
Pero gran parte de estos conocimientos se adquiere en un vacío social. Debido a que la fuente a menudo es la pantalla de computadora, que es hoy el lugar para socializar, coquetear, escuchar música, hacer investigación para la tarea (ocasionalmente) y hacer compras, las habilidades que se aprenden mediante la interacción humana permanecen atrofiadas.
Si la madurez involucra la dolorosa adquisición de conocimientos a través de la experiencia, es retrasada por la ubicuidad del mundo virtual. El resultado es la extensión de la adolescencia.
En cierto sentido, la prolongación de la adolescencia es lógica. ¿Para qué apresurarse a llegar a la edad adulta, con las responsabilidades que conlleva, cuando la vida se está alargando? Si los 50 son los nuevos 40, como ahora afirma la teoría popular, ¿por qué no puede 25 ser el nuevo quince, o incluso 32 el nuevo doce?
Para muchos, la década de los 20 a los 30 años está en proceso de transformarse de la edad en que se comienza la vida laboral en años de odisea, de exploración y experimentación, muchas veces desde el hogar paterno.
Hablaba el otro día con una joven de unos 28 años que me describía el fenómeno de lo que llama el «hombre-niño». Éstos son habitantes masculinos de Nueva York, de unos 25 a40 años, a quienes describió como tan poco desarrollados emocionalmente que recibir una llamada de uno de ellos, en lugar de un mensaje de texto o correo electrónico, causa impacto.
Por supuesto, cualquier forma de teorización psicológica es un poco cuestionable. Después de todo, el Presidente de Estados Unidos fue criado sin padre y su madre lo dejó al cuidado de sus abuelos a los diez años. No obstante, es un modelo de serenidad. Eso es particularmente sorprendente dado que, a sus 47 años, Barack Obama apenas salió de la adolescencia hace quince.