Cuanto más aprendemos, más evolucionamos. Cada uno de nosotros se encuentra a sí mismo en su propio proceso evolutivo en el que cambian necesidades y motivaciones
Para la gran mayoría de culturas milenarias, la mariposa representa la metamorfosis. Lo cierto es que la ciencia contemporánea ha comprobado que es el único ser vivo capaz de modificar totalmente su estructura genética. El ADN de la oruga que se envuelve en la crisálida es diferente al de la mariposa que sale de él. De ahí que este proceso natural se haya convertido en el símbolo del cambio y la transformación.
Y entonces, ¿qué es mejor? ¿La oruga, la crisálida o la mariposa? No hay mejor ni peor. Simplemente son diferentes estadios en el camino de la evolución. Y por estadios nos referimos a «las etapas o fases que forman parte de cualquier proceso de desarrollo o transformación». Lo mismo sucede con la especie humana. Cada uno de nosotros se encuentra en un estadio evolutivo que no es ni mejor ni peor que el del resto de seres humanos.
Como las orugas, estamos llamados a seguir un proceso natural de evolución. Se realiza por medio del aprendizaje que podemos extraer de nuestras experiencias. Consciente o inconscientemente, todos avanzamos a nuestro propio ritmo y siguiendo nuestras propias pautas. Eso sí, muchos solemos quedarnos estancados en alguna fase de este camino de aprendizaje, sin convertirnos en quienes podríamos llegar a ser.
La espiral de la madurez
«Resistirse al cambio es ir en contra del fluir natural de la vida»
(León Tolstói)
Este proceso evolutivo no tiene nada ver con la edad física, sino con la madurez psicológica. Se sabe de individuos que al llegar a la edad adulta siguen adoptando actitudes y conductas infantiles y adolescentes. Y también de jóvenes que han asumido las riendas de su vida, dejando de culpar a los demás por las consecuencias que tienen sus decisiones y sus actos.
Cuanto menor es nuestra evolución, más egocéntricos, victimistas, ignorantes e inconscientes somos. Y como consecuencia, más sufrimos, luchamos y entramos en conflicto con los demás. Por el contrario, cuanto mayor es nuestra evolución, más altruistas, responsables, sabios y conscientes somos. Y por ende, más felices nos sentimos y mayor es nuestra capacidad de amar y de servir a los demás. A este proceso de cambio se le conoce como «la espiral de la madurez». En la medida que aprendemos de nuestros errores, vamos avanzando por el camino que nos permite convertirnos en la mejor versión de nosotros mismos.
La pirámide de Maslow
«La satisfacción de una necesidad crea otra» (Abraham Maslow)
Según la pirámide de Maslow -creada por el psicólogo humanista Abraham Maslow-, los seres humanos compartimos necesidades que dan lugar a motivaciones. La principal es nuestra necesidad de «supervivencia física», que incluye motivaciones fisiológicas, de protección y de seguridad. A nivel emocional, también necesitamos mantener «relaciones sociales» con otros seres humanos. En este punto, nuestra motivación consiste en compartir tiempo y espacio con personas cuyas creencias, valores, prioridades y aspiraciones sean similares a las nuestras. Por eso solemos agruparnos en familias, cultivar vínculos de amistad o formar parte de organizaciones sociales, profesionales, políticas, religiosas… Queremos pertenecer a un colectivo con el que sentirnos identificados.
En este sentido, también buscamos ser queridos y aceptados. Está en juego la valoración que los demás tienen de nosotros. Y es precisamente esta necesidad la que nos mueve a diferenciarnos emocionalmente del resto de miembros que componen nuestro grupo social, construyendo nuestra propia personalidad. Y puesto que solemos asociar lo que somos con lo que tenemos, y lo que tenemos con lo que valemos, en general basamos nuestra autoestima en aspectos externos como el estatus, el poder, la riqueza material, el éxito o la belleza.
El ‘clic evolutivo’
«Las cosas no cambian, cambiamos nosotros» (Henry David Thoreau)
Todas estas necesidades -de supervivencia física, de relaciones sociales y de valoración- gozan de protagonismo en nuestra existencia cuando nos guiamos por nuestro instinto de conservación físico y emocional. No en vano, la función del egocentrismo es garantizar nuestra preservación como seres humanos. De ahí que nos lleve a fijar el foco de atención en cuestiones externas, orientándonos a saciar nuestro propio interés. Eso sí, en la medida que vamos cubriendo estas necesidades se produce un punto de inflexión. Un clic evolutivo que provoca la aparición de nuevas necesidades y motivaciones. De pronto surge la necesidad de autoconocimiento. Principalmente porque intuimos que más allá de nuestro falso concepto de identidad -la máscara creada con las creencias con las que hemos sido condicionados por la sociedad- podemos reconectar con nuestra esencia.
En base a esta nueva necesidad, nuestra mayor motivación consiste en orientarnos a la transformación. De ahí que empecemos a centrar la mirada en nuestro interior. Así comprendemos que nuestra autoestima no tiene nada que ver con los aspectos externos, sino con la valoración que tenemos de nosotros mismos. Al respetarnos y amarnos, comenzamos a cultivar una serie de fortalezas como la humildad, la confianza y la libertad. El signo más evidente de que vivimos desde nuestra verdadera esencia es que ya no dependemos de lo que piensen los demás ni perdemos el tiempo alimentando miedos e inseguridades. Confiamos en la vida. La pregunta que aparece es:
«¿Para qué estamos aquí?».
Orientación al bien común
«Buscando el bien de nuestros semejantes encontramos el nuestro» (Platón)
Con la finalidad de encontrar nuestro lugar en el mundo, iniciamos una búsqueda personal que nos abre las puertas a lo desconocido. De pronto sentimos la necesidad de entrenar el músculo del altruismo, encaminando nuestra existencia hacia el bien común. Así es como surge la motivación de trascendencia. Ya no pensamos en términos de empleo o de carrera profesional. Lo que buscamos es alinearnos con una misión que vaya más allá de nosotros mismos.
Al habernos resuelto emocionalmente, ya no nos movemos desde la carencia, sino desde la abundancia. Y esta nos inspira a entrar en la vida de los demás con vocación de servicio. Nuestra motivación es ser útiles. Así comprendemos que nosotros no somos lo más importante, sino lo que ocurre a través nuestro. Es entonces cuando amamos lo que hacemos y hacemos lo que amamos. En este estadio evolutivo surge la última de las necesidades humanas: la de unidad. Ya no solo aceptamos y respetamos al resto de seres humanos tal y como son, sino que extendemos este respeto a la naturaleza y al resto de seres vivos. Si bien pensamos de forma global, actuamos localmente. Por medio de esta conciencia ecológica hacemos lo posible para que nuestro paso por la vida deje tras de sí una huella útil, amorosa y sostenible.