¿Será que es suficiente con mirar a una persona a la cara o a su cuerpo para saber si pertenece al sexo femenino o al masculino? De ser así, y si seguimos la premisa del cantante italiano Tiziano Ferro, todas las mujeres mexicanas podríamos ser confundidas con varones.
Dicen que Caster Semenya, la atleta sudafricana que recién ganó la medalla de oro en los 800 metros durante el Mundial de Atletismo de Berlín, no es mujer sino hombre. Las afirmaciones se basan en su impresionante rendimiento físico pero, sobre todo, en su aspecto: tiene un pelillo en el rostro más cercano a los bigotes de mi general que a los de Frida Khalo, músculos marcados, mandíbula fuerte y, en general, rasgos masculinos.
¿Será que es suficiente con mirar a una persona a la cara o a su cuerpo para saber si pertenece al sexo femenino o al masculino? De ser así, y si seguimos la premisa del cantante italiano Tiziano Ferro, todas las mujeres mexicanas podríamos ser confundidas con varones debido a ese mostacho que el extranjero dice que tenemos. Pero resulta que, a veces, las apariencias engañan, aunque en el caso de los sexos es difícil entenderlo porque se nos ha enseñado que sólo hay de dos sopas: niño y niña, masculino y femenino, vieja y machín, ella y él (como decían las cursis toallitas bordadas que se regalaban en las bodas).
Si ni siquiera la orientación homosexual es reconocida como válida en muchas sociedades modernas, ¿qué sucedería si descubriéramos que una persona tiene genes masculinos pero es una mujer física y psicológicamente? ¿Cómo definiríamos a alguien que genéticamente resulta ser tanto hombre como mujer y tiene las características mezcladas de ambos sexos? Todas estas posibilidades y muchas más se presentan en el confuso, pero común —aunque no sea notorio a simple vista—, mundo de los estados intersexuales.
Un asunto de letras… y algo más
Definir si Caster Semenya es hombre o mujer puede ayudar a que la medalla que ganó se quede en su casa o, por el contrario, llegue a manos de alguna de esas compañeras que la acusaron de verse como charro de oro, correr como gacela macho y hablar cual Pedro Vargas del atletismo. También, si se da el caso, puede demostrar que sigue habiendo entrenadores gandallas capaces de manipular los niveles hormonales de sus deportistas sin informarles de los efectos secundarios. Pero, sobre todo, pone en la mesa de discusión las decenas de posibilidades que pueden existir en relación con el sexo de una persona, las cuales se descubren de maneras mucho más complejas que sólo bajándose los calzoncitos para mostrar si se tiene pene o vulva, como le sugería hacer a Semenya la goleadora de la selección sudafricana Noko Matlou quien, en 2007, minutos antes del partido contra Ghana en el que se jugaban la clasificación para las Olimpiadas, se desvistió para enseñarles “lo que querían ver” a quienes le preguntaron si era realmente una mujer.
La Asociación Internacional de Federaciones de Atletismo ha sometido a Caster a los exámenes médicos y genéticos que integran la “prueba de género”, un complicado y poco conocido proceso durante el cual un equipo de expertos tendrá que decidir el sexo de la corredora. De hecho, en el mar de confusión que existe en el mundo del deporte, la población en general y los medios de comunicación en torno al tema de la sexualidad, se ha dicho que lo que se busca es definir su “identidad sexual”, pero eso va más allá de lo que les interesa saber en las competencias, ya que integra el sexo (masculino o femenino), la identidad de género (si se siente hombre o mujer), la orientación sexual (heterosexual, homosexual, bisexual) y el rol de género (si vive su cotidianidad siguiendo esquemas masculinos o femeninos al vestir, al comportarse, al andar, al hablar). Por ejemplo, a las federaciones de atletismo les debería dar lo mismo si un atleta es homo o heterosexual o si en las noches viste de plumas o de botas vaqueras siempre y cuando su sexo corresponda a las clasificaciones que contemplan.
Y el sexo, ¿cómo se define? Tiene que ver con el proceso de sexuación, el cual comienza en la octava semana de gestación. No se trata simplemente de que en la feria del destino nos tocó tener el par XX o el par XY de cromosomas y sanseacabó. Preguntaba al inicio si sería suficiente con mirar a una persona a la cara o a su cuerpo para saber si pertenece al sexo femenino o al masculino. La respuesta es negativa, aunque es lo que hacemos la mayor parte del tiempo: cuando catalogamos a alguien —o nos catalogan— como un niño o una niña, un hombre o una mujer, normalmente lo hacemos llevados por factores externos como los caracteres sexuales secundarios (si tenemos “peluche en el estuche” pero también en la barba, si lucimos senos o manzana de Adán), la ropa, el aspecto y, en el caso de que se llegue a ese nivel de visión, los caracteres sexuales primarios (si tenemos vulva, pene o algo que se les asemeje).
No obstante, el sexo de una persona es el resultado de un proceso muy complejo en el que operan diferentes niveles, de manera que podemos hablar del sexo cromosómico: la famosa combinación XX, característica de la mujer, y la XY, del hombre; el sexo gonadal, es decir, el que se define si hay gónadas típicas masculinas, mejor conocidas como testículos, o femeninas, llamadas ovarios; sexo hormonal, en función a las hormonas predominantes, ya sean estrógenos o andrógenos; sexo genital externo, que suele ser el indicador usado para asignar el sexo a los recién nacidos dependiendo de si tiene pene o vulva; el sexo cerebral, que se da en función de la configuración y acción de determinadas zonas cerebrales, diferentes en hombres y mujeres; el sexo legal, que tiene que ver con lo que dice el acta de nacimiento; el sexo psicosocial o comportamiento que la persona tiene en relación con su entorno.
Estos aspectos son los que configuran el sexo de una persona, y varios de estos niveles de sexuación son prenatales. Lo que poco se menciona es que aunque un bebé al nacer presente unos genitales externos típicamente femeninos o masculinos, no necesariamente sus cromosomas corresponden a dichos genitales o a las hormonas que predominan en su organismo. Por eso, el proceso al que sometieron a Caster Semenya exige una compleja evaluación en la que intervienen ginecólogos, endocrinólogos, psicólogos y expertos en medicina interna. Además, le realizaron el análisis SRY (Sex-determing Región Y), que permitiría descubrir si, debido a un problema genético, aunque su cuerpo haya desarrollado órganos sexuales de mujer, sus cromosomas son en realidad XY, es decir, los de un hombre.
Ser o no ser hemafrodita
Cuando comenzó el escándalo Semenya, los diarios Blick (suizo) y Bild (alemán) difundieron que la atleta era hermafrodita, noticia que se unió, en tiempo e impacto, a un video de la cantante Lady Gaga en donde se percibe, bajo su minúscula falda, “algo” que podría ser un pene. En una entrevista de dudosa procedencia, la extravagante estadunidense supuestamente afirmó: “Sí, tengo ambos genitales, los masculinos y los femeninos, pero yo me considero sólo hembra. Se trata simplemente de un pequeño pene que en realidad no interfiere en mi vida cotidiana para nada”. Después, su manager dijo que no era verdad, pero gracias a ambos casos la palabra “hermafroditismo” se instaló en el inconsciente colectivo de mucha gente que solía catalogar a los hermafroditas en el apartado donde van las sirenas, las quimeras, las gorgonas y el minotauro.
Hasta hace algunos años, antes de que existiera el concepto de “estados intersexuales”, estas diferenciaciones eran llamadas hermafroditismos. El término viene de la mitología griega: Hermafrodito era el hijo de Hermes y Afrodita. Una ninfa llamada Salmácide se enamoró de él sin ser correspondida. La desesperación llevó a la amante despechada a arrastrar al fondo de un lago a Hermafrodito mientras lo abrazaba. Al tiempo que ambos caían lentamente en las profundidades, Salmácide rezó con todas sus fuerzas para que los dioses jamás permitieran que sus dos cuerpos se separaran. De esa forma, se fundieron en un único cuerpo con ambos sexos.
Más allá de todas las imágenes oníricas que nos provoca esta historia, encontramos que el hermafroditismo verdadero debe incluir, en todos los niveles de sexuación (genética, gonadal y genital), características de ambos sexos. Su diagnóstico se establece por la composición de las gónadas, que deben incluir un testículo y un ovario o un testículo u ovario más un ovotestis o dos ovotestis. A simple vista es posible encontrar genitales ambiguos o de apariencia inusual al nacer: micropenes, un clítoris demasiado grande, fusión parcial de los labios, testículos aparentemente no descendidos, etcétera.
No siempre se presenta un pene con todas sus características y una vagina tal cual, como lo sugería la película XXY, una coproducción argentina y española dirigida por Lucía Puenzo (la cual, si no contamos este detalle, es una excelente cinta), sino que las posibilidades son amplísimas. Entre estas anomalías en el proceso de sexuación tenemos el síndrome de insensibilidad androgénica, en donde los individuos cromosomáticamente varones (XY) tienen dificultad para reconocer y responder a los andrógenos (hormonas masculinizadoras), por lo que la diferenciación se realiza en sentido femenino, siendo el responsable de esta situación el gen SRY (el cual investigan en Semenya). Por el contrario, el síndrome adrenogenital se presenta en niñas que al nacer tienen un clítoris más grande de lo habitual, genitales ambiguos, pero un aparato reproductor típicamente femenino, es decir, con útero, ovarios, trompas de Falopio y demás. En la pubertad puede producirse una masculinización de su voz, del vello de su cuerpo, ausencia de menstruación. Algo parecido es lo que, dicen, padece Caster: hiperplasia adrenal congénita (aunque aquí hablamos de que existe un factor hereditario).
Opciones como estas hay muchas, lo cual nos demuestra que en la sexualidad no todo es blanco o negro, masculino o femenino, niña o niño. Existen matices, existen peculiaridades que nos hacen a cada uno diferente del otro; por ello todos somos seres únicos e irrepetibles. Ojalá el caso Caster Semenya sirva para tratar de entender todo esto y no se quede únicamente en un escándalo sin provecho que se pierda en los anales de la historia del atletismo.
Verónica Maza Bustamante | Milenio semanal