El cerebro de Einstein bajo el microscopio

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Buscando los signos de la genialidad, una investigadora hace poco reconstruyó la forma del cerebro de Albert Einstein con técnicas usadas normalmente para analizar fósiles. Este molde del pensamiento, opina, revela las huellas de la inteligencia inusual que transformó nuestra comprensión del espacio, el tiempo y la energía.

Al estudiar fotografías del cerebro de Einstein tomadas al momento de su muerte en 1955, la paleoantropóloga Dean Falk, de la Universidad Estatal de Florida, identificó una docena de variaciones sutiles en su superficie que podrían haber intensificado su capacidad para entender la física de una nueva manera. Su investigación sugiere cómo el cerebro moldeó la vida interior de la mente más famosa del siglo XX.

«El cerebro de Einstein es muy inusual», dice Falk. «Al menos en la superficie, tiene un aspecto distinto de otros. Es provocador».

Como todos los cerebros humanos, el de Einstein era su propio universo de pensamientos.

Los hallazgos que revolucionaron la física fueron producto de 25.000 millones de neuronas unidas a miles de millones de conexiones, una esencia intelectual tan profundamente compacta que, en comparación, un dedal lleno de masa cerebral normal normalmente alberga 50 millones de neuronas y un billón de sinapsis. Sus ideas e impresiones navegaban por un entramado de más de 149.000 kilómetros de fibra nerviosa aislada, a más de 322 kilómetros por hora.

Nadie sabe exactamente cómo la inteligencia y la originalidad surgen de la acción de tantas células especiales. Investigadores en las universidades Drexel en Filadelfia y Northwestern, cerca de Chicago, descubrieron hace poco que los patrones de actividad cerebral eléctrica, medidos a través de electroencefalogramas, normalmente son distintos entre los pensadores creativos y aquellos que resuelven los problemas de modo más metódico.

Falk, experta en evolución neurológica, está acostumbrada a estudiar cerebros que ya no existen. Tras revisar 25 fotografías de la autopsia, pudo ver que el cerebro de Einstein tenía un patrón inusual de surcos y crestas en los lóbulos parietales, algo que sugiere una reorganización de las áreas asociadas con la cognición matemática, visual y espacial.

Aunque publicó 300 trabajos científicos, Einstein no podía describir fácilmente el funcionamiento de su mente.

«Me surge una idea repentinamente y de manera bastante intuitiva», dijo alguna vez. Sus pensamientos eran «muy especulativos».

Como teórico, a veces resolvía problemas físicos imaginándose a sí mismo avanzando a la par de un rayo de luz o cayendo en un elevador.

«Casi nunca pienso en palabras. Un pensamiento me atrapa y tal vez trate de expresarlo en palabras después… no tengo duda alguna de que nuestro pensamiento sucede mayormente sin el uso de signos y, además, de manera inconsciente».

Al decirle que mucha gente sólo piensa en palabras, rió.

Al estudiar los restos neurológicos de Einstein, investigadores como Falk siguen una línea investigativa en el vórtice de la ciencia, el folclore y la historia médica. Por un siglo, científicos han comparado cerebros famosos con la esperanza de hallar el nexo entre la estructura neurológica y el talento. Es un trabajo arduo.

«El cerebro es lo que más nos permite acercarnos a la esencia física de lo que nos hace humanos», dice.

Con este fin, científicos soviéticos llevaron a cabo estudios altamente secretos sobre el cerebro de Lenin, buscando en sus células muertas las semillas intelectuales de la revolución social, dice el economista político de la Universidad de Houston Paul Gregory, que descubrió el informe médico de 1936 escondido en los archivos del Partido Comunista. Más recientemente, investigadores en el Instituto de Medicina de Jülich, Alemania, diseccionaron el cerebro de un traductor que manejaba 60 idiomas, con la esperanza de hallar el secreto de su excepcional capacidad lingüística. En ambos casos, las conclusiones fueron ambiguas.

Por sí solo, el tamaño del cerebro no es una medida real del intelecto, confirman estudios comparativos. El cerebro de Einstein pesaba 1,2 kilos, menos que los de la mayoría de los hombres. El cerebro de Anatole France, Premio Nobel en 1921, pesaba sólo 950 gramos. El de Lenin tenía un peso promedio, 1,3 kilos. El cerebro del novelista ruso Ivan Turgenev pesaba más que los de todos ellos, con casi dos kilos.

Para entender los motivos anatómicos por los que nuestras capacidades mentales con frecuencia difieren, los investigadores deben buscar en su lugar distinciones sutiles en las neuronas y las sinapsis en estructuras asociadas con habilidades específicas. Sin embargo, el esfuerzo por estudiar el cerebro de Einstein fue controversial desde un principio.

Cuando Einstein falleció en el estado de Nueva Jersey a los 76 años, un excéntrico patólogo llamado Thomas Harvey llevó a cabo una autopsia rutinaria. Pero extrajo el cerebro del físico para estudiarlo luego, actuando aparentemente por su cuenta. Lo sumergió en conservante y lo cortó en 240 pedazos, cado uno del tamaño aproximado de dos cucharitas de tejido cerebral. Montó 1.000 láminas de microscopio para su posterior estudio.

Pero pasaron décadas antes de que Harvey pudiera persuadir a alguien para que las examinara. Las muestras del cerebro de Einstein languidecieron en una caja de cedro junto a una nevera portátil bajo su escritorio.

Los primeros análisis científicos no se realizaron hasta 1985. La neurocientífica pionera Marion Diamond, en la Universidad de California en Berkeley, descubrió que, en algunas muestras de tejido, el cerebro de Einstein tenía más células nutriendo a cada neurona de lo normal. Estas células, bien alimentadas y localizadas en la región asociada con la capacidad matemática y lingüística, podría ayudar a explicar «el inusual talento conceptual» del físico, especula.

Entonces, Harvey contactó a la neuropsicóloga Sandra Witelson de la Universidad de McMaster en Ontario. Witelson, una autoridad en cognición y neuroanatomía comparativa, había reunido la mayor colección del mundo de cerebros normales, catalogados por tests de inteligencia y sondeos de comportamiento llevados a cabo cuando los donantes estaban vivos.

«Sin previo aviso, me mandó paquetes —paquetes de láminas— dirigidos a mí pero sin remitente», recuerda Witelson. «Estas láminas del cerebro de Einstein llegaban a cada rato por correo, sin anunciar y sin seguro postal».

Comparó las muestras del cerebro de Einstein con el de decenas de hombres y mujeres normales en su banco. La mayor parte de su cerebro no tenía ninguna característica especial, pero halló que un área asociada con el razonamiento visual y espacial —el área parietal inferior— era un 15% mayor de lo normal. Incluso más inusual fue hallar que su cerebro no tenía una fisura especial en la región, fusionando así dos áreas cerebrales clave en una.

«No puedo probar que esas eran las regiones que Einstein estaba usando cuando estaba pensando sobre la relatividad», dijo Witelson. «Sugerimos que la anatomía podía haberle dado una ventaja en el área del pensamiento tridimensional».

Nadie sabe si las peculiaridades en la estructura cerebral de Einstein eran la causa o el efecto de su genialidad. Parte de su don, sin duda, era hereditario. Su investigación requirió un estudio intenso, y un esfuerzo tan concentrado puede alterar el cerebro físicamente. La meditación regular, por ejemplo, puede aumentar el tamaño de las zonas del cerebro que regulan la emoción, reportaron recientemente investigadores de la Universidad de California en la revista Neuroimage.

En efecto, una característica curiosa del cerebro de Einstein, una suerte de perilla que Falk vio en fotografías del córtex motor de Einstein, puede deberse a su educación musical temprana. Parecía una estructura detectada en estudios neurológicos de pianistas y violinistas experimentados, causada por ejercicios manuales.

«Ojalá Einstein estuviera vivo», dice Falk, «y le pudiéramos preguntar un poco sobre cómo piensa».

Robert Lee Hotz | Wall Street Journal